marzo 23, 2009

Anónimo transeúnte.

Penetrando los sórdidos edificios de un barrio olvidado. Caminando entre fogatas y pequeños personajes agrupados eludiendo el frío. Pronto a un crudo invierno, mirando sobre escombros. Rodeado por montículos de basura. Acercándose a un animal; un gato. Con una reestructurada morfología se expresan, se comprenden. Su compañero, de una felina mirada va compenetrando con el desecho mundo que gira alrededor.
Residuos que van pasando por su estómago. Vilipendiado. Va entendiendo que en su perímetro comienzan a desvanecerse ciertos amigos, humanoides. Olvidados. Desarraigados del desquicio natural. Retirados de los juegos de salón y el consumo en grandes tiendas. Queriendo pedir préstamos para sopesar gastos y mantener el equilibrio irracional de las cosas que intentan derrumbarse alrededor. Una mente cándida va caminando por esta sucia ciudad, por sus más profundos suburbios, va interpretando la simbología de la publicidad y se está dando cuenta que no todo está perdido.
Quiere mirar como su felino amigo. Algo confundido se percata que está en el mayor de todos los absurdos y que, al parecer, haga lo que haga, estarán todos prontamente sin poder respirar. Bajo los grandes escombros de los monstruos que lo rodean. Atormentado, no quiere más nada. Con sólo mil pesos entre sus dedos va sin rumbo alguno, dobla hacia la izquierda llega a una calle bastante concurrida y se encuentra con un café. Sin pensar, entra. Pide un café con algo de leche. Moribundo se encuentra con el gato, su fiel compañero.
Abigarrando los pasos. ¡Miau!